jueves, 19 de agosto de 2010

Enhorabuena homovidens III



Rojo cielo

Y entonces el cielo, todo el cielo, de un solo golpe cambió de color. Se olvidó del melancólico azul y se tiñó de rojo. El cielo como un mar estático de magma. Y las nubes. Las hermosas nubes blancas también cambiaron. Ahora las nubes son algodones de pus. Amarillosas. Viscosas. Flotando. Flotando como globos gelatinosos por todo el telón celestial. Y mi cabeza dando vueltas como un carrusel epiléptico. ¿Mi cabeza? ¿Vueltas? No. No es mi cabeza la que da vueltas. Es algo adentro de mi cabeza. ¿Mi mente? Mi mente en un nauseabundo movimiento de traslación y rotación. ¿Me he quedado solo? Mi mente gira y da vueltas adentro de mi cabeza. ¿Solo? Mi cabeza como un tablero para que juegue mi mente. ¿Cómo es que he llegado a todo esto? Mi mente que se retuerce por el tablero: avanza y retrocede casillas a su gusto, no al mío. El tablero me parece más bien una jaula. Una vulgar jaula de sesos, huesos, piel, cabellos. ¿Asco? Mi mente como el espacio exterior: solo, oscuro, enorme. Y no es que sea racista, pero no quiero acostumbrarme a esta negra soledad. No quiero que ella juegue conmigo como el infinito juega con el universo. Cierro los ojos con toda mi fuerza. Y el silencio me susurra al oído que todo está bien, que se ha hecho mi voluntad hasta en el cielo como en la tierra, me pide de favor que me tranquilice. Pero no puedo. Esta náusea no cede, la percibo en mí, sé que está dentro de mí, pero no sé con exactitud dónde. Abro los ojos. Y mi camisa y mi pantalón y mis zapatos y tú, tú también, y el piso y mis manos y el cuchillo, todo, todo está cubierto de cielo. Ahora todo es cielo frente a mí, sobre mí, sobre ti. Siento las gotitas de cielo lanzarse kamikazmente desde la punta de mi nariz. Siento al cielo reptando sobre mis labios. Sobre mis manos. En mi cuello. En mis mejillas. Siento el cielo lacerando mi piel. Se cuela por mis poros abiertos. Y abro mis labios. Y asomo la punta de mi lengua. Y pruebo el cielo. Y el cielo sabe a esclavitud: tiene el mismo sabor que tienen las cadenas y las monedas.

Porque no sólo de letras vive el hombre III