jueves, 16 de septiembre de 2010

lunes, 6 de septiembre de 2010

Porque no sólo de letras vive el hombre IV

Jornadas oníricas [fragmento]

Cuando desperté era tardísimo. Miré el reloj y hacía treinta minutos que tenía que estar en el trabajo. Agarré del pescuezo mi gallo y lo tiré por la ventana (tenía que jubilarlo hace un par de años). Pensé en ducharme pero no, ya era muy tarde, así que sólo nadé en la alberca 20 metros. Me salí de la alberca. Me sequé dando unos saltitos. Me monté en mi rana con alas y me fui al trabajo.

El tráfico, por lo mismo que ya era tarde, no era la gran congestión. En la puerta del hormiguero estaba el perro guardián. Le saludé y me gruñó, me enseñó los dientes: babosos, amarillosos, con sarro. Saqué un hueso de mi portafolio y se lo arrojé, él salió corriendo tras de él. Entré al hormiguero, todos se encontraban en sus cubículos, trabajando. Llegué a mi sitio. Todo estaba en orden. Agradecí no sé a quién que pasé como inadvertido por todos los pasillos. Y empecé a trabajar.

A la hora del almuerzo me dirigí al comedor. Nadie comía, todos platicaban. Yo me acerqué al microondas. De un agujero de la pared saqué un par de huevos. Los metí al aparato. Le puse un minuto y luego presioné START. A los treinta segundos abrí la puerta del aparato. Saqué mi par de huevos. Los estrellé en la mesa con cuidado y de adentro salieron unos pollitos como rostizados (aunque más bien tenían aspecto de insectos). Me los comí, estaban buenos. Sobre todo crujientes. Se acabó la hora de descanso y regresamos todos a nuestro trabajo.
Trabajamos.

Así hasta la hora de salida. En la hora de salida llegué por algo para cenar. Por algo barato: hamburguesa doble de carne de diputado, una orden de higos fritos y un té de tierra mojada con lluvia (ah, qué olor). Pasé por la gasolinera y llené el estómago de mi rana voladora.
Cuando llegué a casa, mientras me estacionaba, pasó la hija de la vecina. Me chifló, y me gritó “Quien fuera toalla pa’ secar tu cuerpito”. Le mostré mi combo alimenticio, le saqué la lengua, quiero decir que le saqué la lengua, la de ella no la mía. Puse mi pulgar sobre ella. Me mordió el dedo, me lo arrancó. Grité fuerte y empecé a rezar el Madre Nuestra. Ella se asustó, salió gimiendo, corrió.

Por fin entré a mi casa. Mi pez dorado me trajo las pantuflas. Pensaba en desvestirme para cenar a gusto, pero fue justo en ese momento que me di cuenta que no andaba vestido. Me encogí de hombros y me puse a cenar. La carne estaba un poco correosa, pero lo demás estaba bueno. Me acosté en la pared, bocabajo. Y me puse a dormir.

Letras nada huerfanas II

La segunda visita a este orfelinato nos la hace Max Aub con un estupendo cuento -de mis favoritos- que cuelgo a continuación:


Hablaba y hablaba...
Max Aub

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

Cortesía de CiudadSeva: