martes, 20 de diciembre de 2011

Letras nada huerfanas XV

Encuentro
Octavio Paz


Al llegar a mi casa, y precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir. Intrigado, decidí seguirme. El desconocido —escribo con reflexión esta palabra— descendió las escaleras del edificio, cruzó la puerta y salió a la calle. Quise alcanzarlo, pero él apresuraba su marcha exactamente con el mismo ritmo con que yo aceleraba la mía, de modo que la distancia que nos separaba permanecía inalterable. Al rato de andar se detuvo ante un pequeño bar y atravesó su puerta roja. Unos segundos después yo estaba en la barra del mostrador, a su lado. Pedí una bebida cualquiera mientras examinaba de reojo las hileras de botellas en el aparador, el espejo, la alfombra raída, las mesitas amarillas, una pareja que conversaba en voz baja. De pronto me volví y lo miré larga, fijamente. Él enrojeció, turbado. Mientras lo veía, pensaba (con la certeza de que él oía mis pensamientos): "No, no tiene derecho. Ha llegado un poco tarde. Yo estaba antes que usted. Y no hay la excusa del parecido, pues no se trata de semejanza, sino de substitución. Pero prefiero que usted mismo se explique..."
Él sonreía débilmente. Parecía no comprender. Se puso a conversar con su vecino. Dominé mi cólera y, tocando levemente su hombro, lo interpelé:
—No pretenda ningunearme. No se haga el tonto.
—Le ruego que me perdone, señor, pero no creo conocerlo.
Quise aprovechar su desconcierto y arrancarle de una vez la máscara:
—Sea hombre, amigo. Sea responsable de sus actos. Le voy a enseñar a no meterse donde nadie lo llama...
Con un gesto brusco me interrumpió:
—Usted se equivoca. No sé qué quiere decirme.
Terció un parroquiano:
—Ha de ser un error. Y además, esas no son maneras de tratar a la gente. Conozco al señor y es incapaz...
Él sonreía, satisfecho. Se atrevió a darme una palmada:
—Es curioso, pero me parece haberlo visto antes. Y sin embargo no podría decir dónde.
Empezó a preguntarme por mi infancia, por mi estado natal y otros detalles de mi vida. No, nada de lo que le contaba parecía recordarle quién era yo. Tuve que sonreír. Todos lo encontraban simpático. Tomamos algunas copas. Él me miraba con benevolencia.
—Usted es forastero, señor, no lo niegue. Pero yo voy a tomarlo bajo mi protección. ¡Ya le enseñaré lo que es México, Distrito Federal!
Su calma me exasperaba. Casi con lágrimas en los ojos, sacudiéndolo por la solapa, le grité:
—¿De veras, no me conoces? ¿No sabes quién soy?
Me empujó con violencia:
—No me venga con cuentos estúpidos. Deje de fregarnos y buscar camorra.
Todos me miraban con disgusto. Me levanté y les dije:
—Voy a explicarles la situación. Este señor los engaña, este señor es un impostor...
—Y usted es un imbécil y un desequilibrado —gritó.
Me lancé contra él. Desgraciadamente, resbalé. Mientras procuraba apoyarme en el mostrador, él me destrozó la cara a puñetazos. Me pegaba con saña reconcentrada, sin hablar. Intervino el barman:
—Ya déjalo. Está borracho.
Nos separaron. Me cogieron en vilo y me arrojaron al arroyo:
—Si se le ocurre volver, llamaremos a la policía.
Tenía el traje roto, la boca hinchada, la lengua seca. Escupí con trabajo. El cuerpo me dolía. Durante un rato me quedé inmóvil, acechando. Busqué una piedra, algún arma. No encontré nada. Adentro reían y cantaban. Salió la pareja; la mujer me vio con descaro y se echó a reír. Me sentí solo, expulsado del mundo de los hombres. A la rabia sucedió la vergüenza. No, lo mejor era volver a casa y esperar otra ocasión. Eché a andar lentamente. En el camino, tuve esta duda que todavía me desvela: ¿y si no fuera él, sino yo...?


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Extraído de ¿Águila o sol?

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