martes, 27 de julio de 2010

jueves, 15 de julio de 2010

La mendiguilla indomable

Llegué al hospital (al IMSS) cuando faltaban diez minutos para las ocho de la mañana, y ya había más de diez personas antes que yo en la fila. Le di mi nombre a la secretaria y me dijo sin dejar de mascar su chicle:

— Siéntese, joven. Yo le aviso cuando le toque.
Me senté en una de esas incomodas sillas de plástico con forma de huevo. Cinco minutos después de haberme sentado, por Dios, ya sentía las nalgas entumecidas. Enseguida me dediqué a dormitar y esperar mi turno.

El doctor llegó, con su taza de café, a las nueve y media y comenzó a consultar quince minutos después. Para ese entonces la sala de espera parecía un atiborrado enjambre de enfermos y sus acompañantes: unos estaban en silla de ruedas, otros con férulas y muletas, alguno que otro arrinconado sobre una camilla, otros solo llevaban alguna venda; algunos lucían sanos y limpios, otros sanos y sucios, otros lucían enfermos pero limpios, y otros que lucían, de plano, muy jodidos: enfermos y sucios; otros se dedicaban a leer el periódico más amarillista de la ciudad. Total, había un poco de todo.

Con dos pacientes el doctor había tardado más de cuarenta minutos. Para las once de la mañana las consultas comenzaron a agilizarse. El paciente entraba y quince minutos después ya estaba afuera con receta en mano. Luego, se escuchaba la voz de la secretaria pronunciar el nombre del siguiente afortunado. Eso sí, sin dejar de mascar su chicle.
Casi al mediodía, ya fastidiado de esperar, aparecieron, como de la nada, un par de chiquillos a proporcionar algo nuevo para mirar. Era una niña como de cuatro años y un niño como de siete. Éstos lucían harapientos y despeinados, y se paseaban cándidamente entre las filas pidiendo dinero. Cuando llegaron frente a mí sus ojillos daban muestra de que hace pocos minutos aún estaban durmiendo, y que así como se levantaron comenzaron a mendiguear. Incluso, hasta les pude ver una mancha blanca, granulosa y seca, en la comisura de los labios, ésta se expandía hacia alguna de sus mejillas. Cuando los niños se disponían a exponerme su liturgia matutina con fines de extraer algunas de mis monedas, la secretaria del chicle les habló con un acento tierno, pero sin dejar de lado el timbrecillo vulgar.

— Oigan, mijos, vengan.

Los niños caminaron con timidez hacia ella. Quizás creyeron que los iba a correr del lugar.

— ¿Con quién vienen? —les preguntó la secretaria.

Ellos callados, con la mirada baja.

— ¿Vienen con su mamá?

El niño se armó de valor y movió la cabeza de manera negativa. La pequeña, la de cuatro años, juntó sus manitas, asustada. La secretaria vio que todos mirábamos la escena. De manera insólita toda la sala estaba en completo silencio. Todos observábamos.

— No tengan miedo —dijo la secretaria. Arrancó un pedazo de papel y colocó el chicle sobre él. Después lo hizo bolita y lo arrojó al bote de la basura.

Los niños medio levantaron la cabeza. La secretaria hizo una mueca en gesto de confianza, intentaba ser amigable con ellos.

— ¿Están pidiendo dinero?

Los dos niños movieron la cabeza hacia abajo y hacia arriba.

— Miren, si gusten ayúdenme a acomodar todos estos papeles, y a sacar la basura. Y cuando acaben…

De la misma manera que habían aparecido los niños, de quién sabe dónde, llegó una señora como de unos treinta años, bajita y gorda y fodonga, y cuando pasó con felino movimiento frente a mí, le pude ver los mismos ojillos inflados y la misma mancha blancuzca en los labios, como los niños. Se paró frente a la secretaria y preguntó con brutal franqueza:

— ¿Qué les está haciendo a mis hijos? ¿Eh?

La secretaría cambió la mueca a una sonrisa. Y la madre fodonga agregó:

— De seguro los está regañando. ¿Los está regañando, mijos? —Los niños ni siquiera se movieron— ¿Los está regañando, verdad? Vieja horrible.
— No, oiga —agregó la secretaría en tono amigable—. Hasta eso, les pregunté si andaban pidiendo dinero, y ellos dijeron que sí. Y yo les explicaba que si me ayudaban a acomodar estas hojas, y a sacar la basura, yo les podía ayudar…

La señora fodonga frunció violentamente la boca y replicó orgullosa:

— Vieja pendeja, que no ve que andamos pidiendo dinero, no trabajo.

Todos nos quedamos sorprendidos e incómodos ante la situación. Bueno, salvo dos tipos, de dos filas más allá, que sí soltaron la carcajada. La señora fodonga clavó sus garras como un águila en los cuellos infantiles, y se dirigió indignada y con paso veloz a la puerta. Un señor se le paró enfrente e intentó explicarle el malentendido pero la señora respondió con “solemnidad”:

— ¡Cállese, viejo baboso! — Y continuó su feroz retirada. Llegó a la puerta y de un manotazo la abrió. Salieron.

Los dos tipos de la otra fila se estaban meando de risa. La secretaria se puso a acomodar los papeles. Unas señoras comenzaron a decir que qué grosera se ha vuelto la gente en estos días. Y la mayoría nos hicimos pendejos, como si no hubiera pasado nada: unos retomaban su periódico, otros retomamos sólo la espera.