jueves, 11 de noviembre de 2010

Jornadas oníricas [fragmento II]

De pronto sonó en todo el edificio otra canción: “Aneracam al”. Y eso sólo puede significar una cosa: hay que regresar a los cubículos. Todos regresamos a nuestros trabajos.
Trabajamos.
Bueno, trabajaron: yo me levanté y me enclaustré en el baño. Y mientras estaba sentado en el escusado la temperatura del lugar comenzó a subir: resulta que el cesto de basura, que era de plástico, empezó a arder. Fue curioso: el plástico suele derretirse de inmediato. Pero esta vez no se derritió. Pensé que todo era mera ilusión mía. Pensé: quizás el desayuno resultó alucinógeno. De pronto escuché una voz grave: tipo Barry White: preguntaba por un hijo. No le di importancia: seguí con lo mío. Volvieron a llamar. Entonces me di cuenta que la voz se dirigía a mí. Identifiqué de dónde provenía la voz: del cesto en llamas.
—¿Hijo? ¿Puedes escucharme, hijo mío?
—¿Quién habla?
—Hijo mío, te he elegido.
—¿Me ha elegido? ¿Para qué?
—Tú serás el nuevo profeta.
—¿Nuevo qué?
—Profeta: el nuevo profeta.
—¿Pero quién eres?
—Yo soy el que es, era y será.
—¿Quién?
—Hijo mío, yo soy tu dios.
No le presté atención: me limpié el sudor de la frente con la punta de la corbata. Concluí: en efecto, estoy alucinando feamente: sino por el desayuno quizás por el calor del lugar. Es bien sabido por todos: los cuartos de baño en los hormigueros son muy calurosos: es una técnica que emplean para que los empleados no demoren (demoremos) más de lo necesario. Como que perdieron intensidad al notar mi indiferencia: las llamas del cesto. Luego retomaron brillo y calor y la voz agregó:
—Hijo mío: te he elegido para ser un profeta más.
Pensé: el hecho de que sea él, el que es, fue y será no le da permiso de hacer tal visita en tal momento. Así que algo molesto le respondí que qué quería de mí.
—Te he elegido como profeta: el último: el definitivo.
—Y eso qué o cómo.
—Verás, hijo mío: es una tarea especial. Todo profeta: tiene que sacrificar su…
—Ah, no. Entonces no: gracias.
—¿Cómo?
—Que ahorita no: gracias.
—Bueno… verás, hijo mío: en realidad no es tan difícil: yo desvelo la palabra y tú te encargas de hacerla saber: de regar la semilla con todos tus hermanos.
Me quedé callado: concentrado en lo mío. Busqué algún periódico o revista o algo que leer: algo en que entretenerme. Pero no encontré nada.
—¿Tienes con que anotar, hijo mío?
—No: ya le dije que no me interesa.
—¿Listo?
—No.
—Comienzo por el principio:…
—Oiga, oiga: ¿no podría volver luego?
—¿Cómo?
—Sí: en un momento menos inoportuno.
—No: esto es palabra de dios, del altísimo. Hijo mío: sólo aparezco muy de vez en cuando.
—Verá, señor: la verdad es que no me interesa.
—¿No te interesa qué?
—No me interesa: ser un profeta.
—¿No te interesa ser un profeta más de dios, del santísimo, del supremo, del dios de dioses, del dios de los cielos?
—No.
—¿No?
—No.
—Oh… yo pensé que… bueno, tú sabes… que…
—No: disculpe. No me interesa ser profeta de ningún dios por ahora: quizás la próxima.
—Pero…
—No.
—Pero hijo mío, acaso ¿no te intriga saber qué mensaje pueda develar al pueblo? ¿No te intriga saber quién será el pueblo elegido en esta ocasión?
—No.
—¿No?
—No.
—Oh…
Tomé un poco de papel sanitario: lo agité: como gesto de estoy-ocupado.
—No, hijo mío. Esto no está bien, es que…
—¿Qué?
—Es que parece que no entiendes bien quién soy yo: yo soy el dios de Isaac, el dios de Jacob, el dios de Moisés, yo soy…
—¿Y?
—Y… —arrastró la palabra por unos segundos.
—¿Y?
—Bueno: ¿a poco no te intriga saber qué mensaje pueda develar para estos tiempos?
—No.
—¿No?
—No.
—¿A poco no te enorgullecería llegar a ser el que esparza la nueva semilla del verbo?
—No.
—¿No?
—No.
—Oh… bueno: ya veo. Yo, bueno, hubiera imaginado otra cosa: que sí.
—Pues no.
—¿En serio?
—En serio.
—Oh… entiendo.
—Me alegro.
Se hizo el silencio por un momento. Luego la voz agregó:
—Disculpa: no sé si… ahora que me he manifestado… que estoy aquí: contigo… ¿no tendrás alguna preguntilla… qué hacerme?
Me rasqué el codo izquierdo: con el fin de maquillar lo incómodo del silencio. Después respondí:
—No.
—¿Cómo?
—Que no.
—¿En serio?
—En serio, no.
—Hijo mío: ¿bromeas?
—Por supuesto que no.
—¿No?
—No.
—No te creo: todos, absolutamente todos, en algún momento de su vida se enfrentan a alguna pregunta que no le encuentran respuesta por ning…
Lo interrumpí:
—No, gracias. Ahorita no, señor.
—¿Seguro? Mira que esta oportunidad…
—Está bien, está bien.
Las llamas del cesto como que se emocionaron: se acentuaron.
—A ver… sólo déjeme recordar alguna…
—Adelante, hijo mío. Adelante: tómate el tiempo necesario.
—Ya: ahora recuerdo una: qué fue primero: ¿el huevo o la gallina?
Se hizo el silencio por un momento. Y después dijo:
—Bueno, hijo mío, verás: yo soy dios, tu dios, el dios de Noé, el dios de Daniel, el dios de...
—¿Y?
—Bueno: ¿recuerdas a tus hermanos ancestrales? Yo soy el que los sacó de la esclavitud: de Egipto. Yo soy quien…
—¿Y?
—Bueno, hijo mío, verás:…
—¿Qué?
—Es que… pensé: va a preguntarme algo con aires filosóficos, antropológicos, algo histórico o profético o religioso. Sin embargo…
—¿Sabe o no sabe?
—Verás, hijo mío: parece que no has entendido bien quién soy: yo soy Yah…
—¿Sabe o no sabe?
—¿Cómo?
—¿Sabe o no sabe?
—Bueno, pues… no: eso no lo sé.
En eso acabé mis necesidades e ignorando el cesto en llamas: me levanté y tiré el papel en el escusado y después, sin lavarme las manos y sin bajarle al escusado, salí del cuarto de baño: regresé a mi cubículo.

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