martes, 28 de junio de 2011

Letras nada huerfanas IX




Es bien sabido que acaba de morir Carrington hace días. Es bien sabido que además de pintar escribía. Es bien sabido que era... peculiar, tanto en vida como en obra, la señora. Es bien sabido que aún así pocos son los que le han —hemos, kimosabi— entrado a la obra de Leonora en la actualidad. Es bien sabido que todo eso es bien sabido.

Por mi parte, hace escasos días, acabo de dar con un cuento de ella. Lo leí y, caray, es un cuento cortito, ácido, alucinante y muy divertido. Espero y les guste, me lo he robado y pegado a continuación:






LA DEBUTANTE
Leonora Carrington


En mis tiempos de debutante, iba a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Quería huir del mundo, y por eso me encontraba todos los días en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer era una hiena joven. Ella me conocía a mi también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y, a cambio, ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
Para el primero de mayo, mi madre había organizado un baile en mi honor. Sufrí durante noches enteras: siempre he detestado los bailes, sobre todo los que se celebran en mi honor.
La mañana del 1 de mayo de 1934 fui muy temprano a visitar a la hiena.
– ¡Qué asco! –le dije–. Esta noche tengo que ir a mi baile.
–Tienes suerte –dijo ella–; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sé mantener una conversación.
– Habrá muchas cosas de comer –dije–. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
– Aún te quejas –respondió la hiena con desaliento–. Yo sólo como una vez al día, ¡y me tienen jeringada con tanta bazofia!
Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
– No tienes más que ir en mi lugar.
– No nos parecemos lo suficiente; si no, sí que iría –dijo la hiena un poco triste.
– Escucha –dije–, con las luces de la noche no se ve muy bien.
Con un poco que te disfraces, nadie reparará en ti entre la multitud.
Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; te lo pido por favor.
Se puso a pensar sobre esta cuestión. Comprendí que tenía intención de aceptar.
– De acuerdo –dijo de repente.
A esa hora de la mañana no había muchos guardas. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba acostado todavía. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que taparle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que venía a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de mi cama.
– Este cuarto huele muy mal –dijo mi madre, abriendo la ventana–; antes de esta noche date un baño perfumado con mis nuevas sales.
– Está bien –le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
– No te retrases para el desayuno –dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
– Creo que he encontrado la solución. ¿Tienes criada?
– Sí –dije, perpleja.
– Pues verás: vas a llamar a la criada; y cuando entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
– No lo veo práctico –dije yo–. Probablemente morirá en cuanto pierda la cara; alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
– Tengo hambre suficiente como para comérmela – replicó la hiena.
– ¿Y los huesos?
– También –dijo. ¿Te parece bien?
– Sólo me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
– Bueno, me da igual.
Llamaré a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no ver. Confieso que todo sucedió deprisa. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después dijo:
– Ya no puedo más; aún quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.
– En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
– ¡Vuélvete ahora y mira qué guapa estoy!
Delante del espejo, la hiena se admiraba con las facciones de Marie.
Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que hacía falta.
– Es verdad –dije–, lo has hecho limpiamente.
Al atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, me anunció:
– Me siento muy en forma. Tengo la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.
Cuando ya llevaba un rato oyendo la música abajo, le dije:
– Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: probablemente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte.
La besé al despedirme, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me abandoné al descanso cerca de la ventana. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de desgracia. Un murciélago entró por la ventana dando pequeños chillidos. Me dan un miedo terrible los murciélagos. Me escondí detrás de una silla castañeando los dientes. No había hecho más que arrodillarme, cuando los aleteos fueron sofocados por un gran ruido que provenía de mi puerta. Entró mi madre, pálida de furia.
– Acabábamos de sentarnos a la mesa –dijo–, cuando ese ser que ocupaba tu sitio se levanta gritando: “Conque tengo un olor un poco fuerte, ¿eh? Pues claro; yo no como pasteles”. Y a continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Y con un gran salto, ha desaparecido por la ventana.




***




De gustarles, han de dar las gracias —aunque sea mentalmente— a Any Morales, una compañera-diplomática, quien lo colgó en su muro, incluso con ilustración:





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